sábado, 28 de diciembre de 2013

La ecuación del azar por Julio César Londoño

Hacia 1980 un amigo, el judío Jaime Fleizsaker, tuvo la ocurrencia de formular una teoría general del azar y, corolario judío, una ecuación para calcular los resultados de la lotería. Andaba inspirado porque acababa de enterarse de que la física cuántica y la termodinámica estaban basadas en la estadística.

Conocía, claro, los modestos estudios de cálculo de probabilidades realizados por dos tahúres del siglo XVII, el místico Blaise Pascal y el matemático Pierre de Fermat. Sabía que los chinos trataban el azar con una familiaridad francamente confianzuda desde los tiempos del I Ching. Pero estaba convencido de que esas nebulosas podían precisarse. “Con un poco de suerte —repetía—, convertiré estas supercherías en ciencia dura”.
Yo tenía (y tengo) mis reservas sobre el tema. Un “cálculo del azar” es un oxímoron insoportable. Es como decir “inteligencia militar”. “Dogma flexible”. “Fuego helado”.
Una vez citó una frase del yogui Serge Raynaud de la Ferrière: “El azar es una progresión numérica de razón desconocida”. Fleizsaker la recitó y entró en trance, como si hubiera articulado un verso perfecto, la línea capaz de trazar una sonrisa en los labios de Dios.
Si la razón es desconocida —objeté—, ¿cómo supo que era una progresión? Fleizsaker me miró con impaciencia mal contenida. “Es una metáfora, hombre. ¿Por qué tienen que ser tan literales ustedes los matemáticos?”.
El caso es que se aplicó a su empresa, acumuló una enorme base de datos teóricos y resultados de sorteos, y diseñó un software para procesar esta información y encontrar simetrías, repeticiones, singularidades y frecuencias.
Cuando volví a verlo, estaba exultante. Llevaba un traje muy fino y andaba en un auto obscenamente caro. Lo logré, dijo, y trazó en una servilleta la Ecuación del Azar. Era una integral definida que involucraba “ciclos”, una “constante de recurrencia”, la “función de periodicidad”... ¿Y eso es todo? Pregunté. “No, por desgracia. Al número resultante de esta operación hay que sumarle el ‘factor de incertidumbre de Fleizsaker’ —dijo ruborizado—. Se calcula de manera aleatoria. El número de colillas en el cenicero, de placas en la caparazón de una tortuga, de heridas en el homicidio del periódico... no es fácil, lo reconozco”.
Judío de mierda, pensé. No lo va a soltar todo.
Debió leer la envidia en mi rostro porque agregó inmediatamente: “Me gustaría compartir la ecuación con mis amigos, pero se volvería pública y las loterías quebrarían”.
Y qué —le dije—, ¿no te parece maravilloso meterles la mano al bolsillo a esos bribones? ¡Harto han robado!
“Quizá —aceptó—, pero la desaparición de las loterías sería el fin de los sueños de esos miles de millones de buenos hombres que hablan bellezas del trabajo en público pero compran lotería en privado. La gente compra lotería para soñar, viejo. Saben muy bien que la posibilidad de ganar es remotísima, aún en el caso de que el sorteo no esté arreglado, pero esa mínima luz matemática les permite soñar por unas horas con la fortuna, y para esos miles de millones de personas, es la única posibilidad de ser ricos que tendrán en sus vidas. Yo creo que la esperanza es lo que nos mantiene vivos, viejo. No es el oxígeno, ni el oro, ni las proteínas. Si alguna fuerza puede resistir al caos y la entropía, es la esperanza”.
No volví a verlo y nunca supe si su ecuación era un delirio romántico... o el mayor suceso matemático desde el teorema de Gödel. Lo cierto es que poco después las loterías complicaron la cosa introduciendo “series” en los billetes.

Julio César Londoño | fuente: Elespectador.com

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